OKTUBRE-9
A veces pienso que nadie está realmente solo en Buenos Aires.
Tenés al tipo que te vende el pan todos los días, al colectivero que te frena con mala gana, al vecino que fuma en el balcón y te cruza la mirada como si te conociera.
Pero igual, cuando llegás a casa y cerrás la puerta, el silencio te cae encima como si pesara.
Es raro: podés tener a todo el mundo a unos metros, y aun así sentir que no hay nadie esperándote.
Yo me acostumbré a eso, a la idea de que la soledad es una especie de ruido blanco.
No molesta, no consuela. Simplemente está.
Te acompaña como un perro viejo, de esos que no hacen nada, pero igual te siguen por la casa.
Y con el tiempo entendí algo peor: que no me daba miedo estar solo, sino morirme así.
Sin que nadie sepa qué fue de mí, sin una voz que me diga "tranquilo, ya pasó".
Capaz todos tenemos ese miedo guardado en algún rincón del pecho, pero lo tapamos con el laburo, con las series, con las risas forzadas de los viernes a la noche.
Yo lo tapaba también... hasta que la conocí.
No sé si fue amor, suerte, o una especie de truco del destino para que me durmiera un rato.
Pero por primera vez, el silencio de casa sonó distinto.
Como si alguien hubiese abierto una ventana.
Y a veces me pregunto...
¿qué pasa cuando el aire se va otra vez?
¿Volvés a acostumbrarte al ruido de estar solo...
o simplemente ya no volvés a ser el mismo?