Hohorchid
La realidad es frágil, una superficie pulida que refleja lo que queremos ver y, a veces, lo que más tememos. Para Zachariah, cada mañana es el mismo ritual: la luz filtrándose despacio por las cortinas, el aroma del café recién hecho, el murmullo risueño de los gemelos recorriendo el pasillo. Todo es perfecto, casi demasiado perfecto. Es la vida que siempre imaginó, la que luchó por conseguir. O al menos, eso se repite a sí mismo mientras observa a Larah, su esposa, moverse grácilmente por la cocina, ajena -o no tanto- a sus miradas constantes.
Zachariah se define por su devoción. Para él, el amor es una llama que debe arder, aunque queme. Haría cualquier cosa por Larah. Siente que cada momento a su lado es un pequeño milagro, un regalo que podría desvanecerse si no lo cuida con esmero. Sin embargo, en la perfección de ese hogar se esconde una sombra, una grieta invisible por donde se filtran las dudas y los miedos. Hay algo en Larah, una distancia, una sonrisa que a veces parece dirigida a alguien más, un mensaje en el móvil que se apresura en ocultar. Zachariah lo sabe: Larah le engaña, aunque nunca lo haya visto con sus propios ojos.
La mente de Zachariah es un laberinto de certezas y sospechas. Cada gesto cotidiano, cada silencio, se convierte en una prueba, en una pieza de un rompecabezas que solo él parece entender. Su obsesión crece, alimentada por los recuerdos. Recuerda, como si hubiera sido ayer, la primera vez que vio a Larah en la escuela preparatoria. Ella era luz y él, sombra. Desde entonces, la idea de poseerla se arraigó en lo más profundo de su ser, germinando en secreto, como una semilla venenosa.