Gi-Hun estaba harto. Harto de las serpientes. De ellos. Una cosa era que se metieran con él. Que lo humillaran. Otra muy distinta era que tomaran como juguete a su hermana para pasarla bien. Eso ya no lo iba a permitir. Y estaba dispuesto a soportar cualquier tipo de venganza con tal de defenderla. Lo que no creía poder soportar fue lo que vino después del entrenamiento.

Gi-Hun nació para ser el próximo Rey del Mar. Su padre lo educó para eso en cuanto su madre pereció en manos de los infames piratas. El príncipe creció lleno de ira: una ira lista para herir al mundo entero. Una ira que solo desaparecería de sí cuando conociera a dos piratas iguales a él: hambrientos de poder y deseo.

Gi-Hun, un simple cazador, se ve atrapado en una tormenta en medio del bosque. Desesperado por encontrar un refugio, llega a una extraña estancia. Un lugar que impone terror, un lugar que no debería estar ahí. Incapaz de seguir adelante por el bosque, Gi-Hun se interna en la estancia. Sin saber, quizá, que desde el inicio de todo, entre las tinieblas de su hogar, unos ojos lo han estado vigilando.

Dragones. Gi-Hun conocía todo sobre dragones. Cuando ingresó en la Academia Drogo, lo hizo sabiendo a qué iba. Iba a convertirse en un jinete de dragones. El mejor de todos ellos. Lo que no se esperaba era terminar involucrado en un ritual que buscaba traer de su descanso eterno a los dos dragones más peligrosos del reino. Y mucho menos se esperaba que estos acabaran obedeciendo sus órdenes.

Gi-Hun estaba muerto. O eso supuso en cuanto cerró los ojos y sintió un extraño dolor recorriendo su cuerpo. Pero después despertó. Su corazón latía, sus pulmones respiraban y sus ojos funcionaban bien. Y supo que ya no estaba en su realidad por dos simples razones: cuando se miró en el reflejo de su teléfono, era joven, y la segunda fue porque dos de los actores más famosos de su época lo estaban guiando a casa. ¡Qué maldita casa iba a compartir con ellos si con uno ni siquiera se llevaba bien!