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Sí, ese era él. Antes de que todo cambiara, antes de que las cosas dejaran de ser tan simples. Una mañana cualquiera, que en ese momento parecía igual a todas las demás.
La calle estaba tranquila esa mañana, con el aire frío colándose por las mangas del uniforme. El sol apenas se asomaba, tiñendo de dorado los bordes de los tejados, y el sonido de los pasos marcaba un ritmo constante sobre el pavimento. Amane caminaba con las manos metidas en los bolsillos, la bufanda subida hasta cubrirle la mitad del rostro. Llevaba el ceño fruncido, más por costumbre que por incomodidad, y trataba de mantener un paso firme, como si así pudiera evitar que la voz detrás de él lo alcanzara.
-Amaneee~... -canturreó Tsukasa, alargando las sílabas como si el nombre fuera un juego de goma que podía estirarse sin romperse.
Amane no respondió. Apretó los labios, mirando hacia adelante, ignorando la sombra que se acercaba por su lado izquierdo. Pero, como siempre, Tsukasa no necesitaba invitación para meterse en su espacio. Un segundo después, su hermano estaba ahí, hombro con hombro, sonriéndole con esa energía radiante que parecía ignorar el clima, la hora y cualquier sentido de la distancia personal.
-¿Sabes qué soñé anoche? -preguntó Tsukasa, inclinándose lo suficiente como para que su flequillo le rozara la mejilla.
-No me interesa -gruñó Amane, sin apartar la vista del camino.
-Soñé que estabas atrapado en una olla gigante, como un estofado, y yo tenía que decidir si comerte o salvarte... -continuó, ignorando por completo la respuesta-. ¡Y no te voy a decir qué elegí!