Nadie nace siendo un demonio. Pero hay casas... donde te enseñan a serlo. Tras una masacre sin nombre, sin eco, sin redención, los Draven. Darian, Axel y Kael Draven. -tres sombras con forma de leyenda, tres fantasmas coronados por el crimen- se esconden en las entrañas de un bosque que devora la luz y escupe raíces como cuchillas. Allí, donde ni Dios se atreve a mirar, hay una casa que respira como un monstruo dormido. Una casa que sangra. Donde el silencio es ley. El miedo, costumbre. Y el cariño... un delito que se paga con cicatrices. No están solos. Con ellos viajan cuerpos diminutos, envueltos en barro, polvo y hambre de algo que no entienden. Tres niños y una niña. Cuatro nombres que aún no arrastran historia, pero que un día harán temblar los cimientos podridos de Londres con solo pisar el asfalto. Jake. Dylan. Edward. Liora Hakes. Cuatro años. Sin madre. Sin alma. Sin consuelo. Ni siquiera saben llorar. Y si lo hicieran... nadie los oiría. Criados por asesinos. Alimentados con pólvora, códigos tallados a cuchillo y miradas que cortan más que un disparo. Moldeados a golpes de furia en una casa que no protege: deforma. No es un hogar. Es una jaula que huele a sangre seca y a culpas no enterradas. Un altar donde lo humano se desintegra y lo salvaje florece como una maldición. Mientras los Draven escupen su propio veneno -traiciones que aún sangran, celos que no duermen, heridas con nombres que se clavan como navajas-, los niños aprenden a no parpadear frente a un arma, a dormir entre gritos sin moverse, a no buscar abrazos ni manos que calmen. Aprenden a tragarse el miedo y escupirlo en forma de rabia. A no llorar nunca. Jamás. Porque en esa casa nadie juega. Nadie ama. Nadie sobrevive sin romperse. Esto no es una historia de infancia. Es el origen de una condena. La raíz de algo que nunca debió germinar. Una semilla que no da fruto, da plomo. Una maldición con forma de apellido. Y cuando los Hakes crucen esa puerta... Londre