liizbatista
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Dylan y Amy han sido inseparables desde que tienen memoria. La amistad entre sus padres los unió de niños, pero fue su complicidad natural la que los convirtió en mejores amigos. Aunque no podrían ser más distintos -él, el carismático capitán del equipo de hockey, siempre rodeado de gente y risas; ella, la chica reservada que encuentra paz entre los silencios del agua en sus entrenamientos de natación-, su conexión siempre fue inquebrantable.
Hasta esa noche.
La música retumba en las paredes del salón principal, las luces giran y el ambiente huele a juventud y alcohol. Están en medio de una fiesta universitaria, rodeados de sus amigos, cuando alguien lanza un reto al aire. Todos giran hacia Dylan con sonrisas traviesas y vasos en alto.
-¡Atrévete a besar a Amy!
Amy ríe nerviosa, esperando que él también se ría, que lo ignore o diga que es absurdo. Porque lo es. Porque son ellos. Porque nunca ha pasado nada.
Pero Dylan no lo duda. Se gira hacia ella con toda la valentía del mundo... y la besa.
Un beso que no fue fugaz, ni por compromiso.
Fue lento. Inesperadamente intenso.
El tipo de beso que hace que el mundo se quede en silencio por unos segundos. Que borra las risas de fondo, los comentarios de los amigos y el ritmo de la música. El tipo de beso que no se da por un reto... sino porque, tal vez, siempre estuvo ahí. Esperando su momento.
Y cuando se separan -lentamente, con las respiraciones desordenadas y las miradas aún entrelazadas-, ya no son solo Amy y Dylan.
Son dos personas que acaban de cruzar una línea.
Y lo saben.