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-Contigo estoy aprendiendo a sentirme viva de nuevo... a amar -confesó, y el aire que había contenido durante cuarenta años de vida social y un matrimonio sin amor por fin pudo escaparse en un suspiro.
Se miraron, sus cuerpos aún manteniendo la distancia pese a la respiración compartida. Y por un instante, la comprensión se hizo física. Fina era la gravedad; un centro de masa cálido e indomable. Y Marta, la mujer de la palidez lunar y las formalidades, ya no tenía más fuerza ni voluntad para evitar caer en esa órbita.
La deseaba. La deseaba de una forma tan pura, tan brutalmente honesta, que incluso la culpa, ese viejo fantasma que la había acompañado toda la vida, se disolvió. En ese éxtasis silente y expectante, Marta comprendió, con una claridad demoledora, que por mucho que la sociedad, la Iglesia o las leyes de 1958 le gritasen lo contrario, aquel amor tan puro y honesto no podía estar mal.
Si el mundo que la había criado con tanta crueldad decía que esto era el abismo, entonces al abismo se dejaría caer, y en aquellos brazos encontraría su verdad.
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