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Tras derrotar a Drazhael, regente del dominio de Sangre, Nyssareth, soberana del dominio de Sombra, creyó que había salvado al mundo de los vivos, de haber restaurado el equilibrio y regresó al Interregno, pero su victoria fue una ilusión.
Drazahel había sellado un pacto con un Príncipe del Infierno, un plan secreto, urdido para abrir las puertas prohibidas y permitir que los condenados caminaran libres sobre la tierra.
Al caer Drazahel dejó a sus Heraldos, heredaron la voluntad de su señor caído, sin el ojo vigilante del los soberanos del Interregno ni del mismo Cielo, se extendieron como una plaga, infiltrando reinos y corrompiendo religiones, los gobiernos se convirtieron en títeres, las iglesias en cultos falsos, las ciudades en ceniza, y la humanidad quedó abandonada.
Clarisse, marcada por la guerra, nunca creyó en la magia... hasta que el fuego de la verdad la alcanzó. En unas ruinas prohibidas, encontraron los Desus, manuscritos sellados con fragmentos de conocimiento prohibido.
Dicen que fueron escritos por mortales que soñaron con el Interregno, o quizás arrancados de los mismos muros del palacio de la Corte Primordial, historias y grimorios que prometen fórmulas y rituales para abrir un portal al Interregno y conseguir las reliquias divinas para enfrentarse a los Heraldos antes de que el pacto de Drazahel se cumpla.
Pero los Desus no advierten lo esencial, y es que ningún vivo puede cruzar al Interregno sin pagar un precio imposible.
Cuando Clarisse se adentro a lo prohibido, la Espada de la Llama Eterna de Nyssareth ardió por sí sola, sin ser llamada, sin ser tocada.
El fuego no clamaba batalla... clamaba encuentro. Y en ese ardor se presintió la condena que uniría a ambas.