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Cuando Clara llegó a Gondomar, una pequeña ciudad al norte de Portugal, no esperaba mucho. Dejaba atrás su vida en Vigo, su instituto, sus amigas, sus rutinas... y todo por el nuevo trabajo de su madre como enfermera en un hospital portugués.
Al principio, todo le parecía gris: el idioma sonaba raro, las calles eran distintas, y no conocía a nadie. Pero eso cambió el primer día de clases.
Allí, en la última fila del aula, estaba él: Diogo. Tranquilo, con los cascos siempre colgados al cuello, cuadernos llenos de dibujos de jugadas de fútbol y botas colgando de la mochila. Era uno de esos chicos que parecía no darse cuenta de lo mucho que llamaba la atención. Jugaba como extremo izquierdo en las inferiores del Paços de Ferreira, y decían que los ojeadores del primer equipo ya lo tenían en el radar.
Clara y Diogo coincidieron en clase de inglés. Empezaron compartiendo frases mal traducidas y bromas sobre los profesores. Luego llegaron los intercambios de mensajes, las caminatas a casa, los partidos de fin de semana. Ella nunca había sido fanática del fútbol, pero empezó a entender las reglas solo por verlo jugar.
Una tarde de otoño, después de un partido que Diogo ganó con un gol en el último minuto, se quedaron sentados en las gradas vacías del campo, con las luces apagadas y el cielo anaranjado de fondo.
-¿Sabes qué es lo que más miedo me da? -dijo él, mirando al horizonte-. Que si algún día me llaman para el primer equipo, tenga que dejar todo esto. A ti incluida.
Clara le sonrió, con los dedos entrelazados con los suyos.
-Entonces prométeme algo -dijo ella-. Pase lo que pase, si llegas a Primera... no te olvides de quién te hacía bocadillos cuando nadie sabía tu nombre.
Diogo se rió, y fue entonces cuando la besó por primera vez.
Desde ese día, Clara dejó de sentir que Gondomar era un lugar de paso. Se convirtió en el escenario donde comenzó su propia historia.