ElizabethAlcaraz3
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Gideon los presentó como quien arroja un fósforo encendido sobre un charco de gasolina, sabiendo -o tal vez esperando- que no fuera a arder.
Lyanna Carrington no pedía permiso. Tampoco pedía perdón. Decía lo que pensaba, hacía lo que quería, y si alguien sangraba en el camino, que aprendiera a curarse solo. No era brillante como un genio. Era astuta. Precisa. Despiadada cuando tenía un objetivo. Tenía la mirada de quien había sobrevivido a demasiado como para fingir cortesía. Gideon la había tomado bajo su ala no para contenerla, sino porque la tempestad necesita una brújula si no quiere convertirse en destrucción pura.
Spencer Reid, en cambio, creía -todavía lo creía- que todo podía solucionarse si uno era lo suficientemente inteligente. Si encontraba la raíz del problema. Si resolvía la ecuación emocional. Era un hombre abrumadoramente brillante, con un coeficiente inhumano, una memoria perfecta, y una fe casi infantil en que el conocimiento podía salvar al mundo. Gideon lo protegía como se protege lo que aún es bueno: con uñas, con dientes, con miedo.
Eran de mundos distintos.
Ella era noche, él era día.
Ella avanzaba como si nada pudiera tocarla.
Él caminaba midiendo los pasos de los demás antes de dar los propios.
Y aun así, fueron amigos.
Tal vez porque el caos reconoce la belleza del equilibrio.
Tal vez porque el equilibrio necesita saber que, si todo cae, alguien puede sobrevivir entre las ruinas.
Spencer la orbitaba. No como quien admira, sino como quien necesita. Como si ella fuera la gravedad que lo mantenía con vida, aun si lo arrastraba. Se enamoró de ella sin pedirle permiso. Con la silenciosa devoción de los que saben que no serán correspondidos y, sin embargo, se quedan.
Lyanna no lo notó.
No podía devolverle lo que no tenía.
Porque alguien más había estado antes.
Y cuando se fue se llevó consigo la parte de ella que sabía cómo amar.
Spencer solo vio las ruinas. Y, aun así, decidió quedarse