El olor de las cenizas
SweettStarlight
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Las Aguas de Rocadragón
La muerte no era oscura ni silenciosa.
Era estridente.
La última vez que Rhaenyra Targaryen abrió los ojos fue desde las fauces abiertas de Sunfyre, cuando el aire olía a sal y carne quemada, y el mundo se redujo a un rugido inmenso y voraz. Había sentido su piel desprenderse del hueso, sus gritos ahogados por el fuego, y aún así, su alma no abandonó el cuerpo.
El mar la devolvió.
Despertó en la orilla norte de Rocadragón, boca abajo sobre piedras negras como obsidiana. La espuma salada le cubría los labios, y el sol aún no había cruzado el horizonte. El silencio del amanecer era total, pero no calmo. Parecía el susurro antes del juicio.
Su cuerpo estaba entero. Dolorido, sí, lleno de una pesadez que no era de carne sino de alma, pero vivo. Sus manos estaban arrugadas por el agua, sus uñas rotas, los cabellos mojados y pegajosos como algas.
El salitre le raspaba la garganta. Cada movimiento era una traición. Como si los músculos recordaran el dolor que ya no estaba. Cada respiro la hacía consciente de que estaba viva... cuando no debería estarlo.
¿Por qué el mar me devolvió?
La pregunta la acompañaría por años.
Un cuervo la observaba desde una roca.
-¿Dónde estoy? -murmuró. Pero lo supo. El aire tenía un sabor que reconocía desde la infancia, como hierro y fuego. Rocadragón. Su hogar.
Pero algo no encajaba. Las murallas estaban enteras. No había señales de guerra, ni gritos de dolor, ni cadáveres. La isla estaba viva. Y eso solo podía significar una cosa.
El tiempo la había escupido hacia atrás.
Una segunda oportunidad. Un castigo.