HeraxDynamite
La primera vez que lo amé, él era mi escudo. Un gigante protector con mejillas sonrojadas bajo el sol de la tarde, que se interponía entre el mundo y mi miedo. Ese amor infantil, platónico y puro, fue la única llama cálida que conocí.
La primera vez que lo odié, él era un espejo deformado de sí mismo. Su ego, tan vasto como el cielo que una vez prometió protegernos, lo convirtió en la misma amenaza que juró combatir. El golpe que le di esa tarde de lluvia no fue solo físico; fue la lápida que puse sobre mi corazón de niña.
Creí que la distancia y los años habían convertido ese viejo dolor en ceniza, hasta que volví. No era solo la vergüenza de verlo cometer el mismo error que prometió olvidar; era una punzada profunda, un reconocimiento oscuro que me gritaba que nuestra historia no había terminado, que ese ciclo de protección y traición estaba sellado, no por la voluntad, sino por algo mucho más antiguo y terrible.
Él me miraba como si yo fuera la respuesta a una oración que ni siquiera recordaba haber rezado. Yo, en cambio, lo miraba con el desprecio que solo se puede reservar para quien alguna vez fue el juramento más importante de tu vida. Lo que él no sabía, era que esa promesa, ese juramento, se había hecho dos veces. Y que en la primera ocasión, uno de los dos tuvo que morir para que el mundo pudiera seguir girando.