Ya no importaba nada: rebelarse, romper el juego, liberar a los inocentes. Todo eso se había desvanecido, no en un instante, sino como una vela cuya llama se va apagando lentame. Para In-Ho, Gi-Hun era esa vela. Su luz, su calor, eran un faro que debía extinguir bajo su control. Se encargaría de sofocar cada una de sus motivaciones, de arrancarle esas esperanzas que lo impulsaban a seguir, a creer en los demás. In-Ho sintió una necesidad voraz, casi enfermiza, de ver a su dulce vela atenuarse, consumirse hasta quedar reducido a nada. Solo él podía decidir cuánto