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Había quienes sostenían que el dinero todo lo podía, pero en Roseshire -un pequeño condado donde la elegancia era más valorada que la virtud-, la procedencia importaba más que la fortuna misma.
Fue precisamente en esa estación primaveral, en la que los salones comenzaban a abrirse al bullicio de los bailes y las familias organizaban cenas en nombre del decoro, que la llegada de los Fairwill sacudió las costumbres bien establecidas. Venían de una historia humilde, forjada entre telares y negociaciones hábiles, con una fortuna aún fresca en la boca de todos y modales que, aunque refinados, no podían ocultar del todo su origen reciente.
Bonietta Fairwill, el segundo hijo de la familia, no mostraba preocupación alguna por las miradas inquisitivas ni los susurros tras los abanicos. Era educado, sí, y hablaba con precisión, pero había en él una ligereza insolente que inquietaba a las damas más estrictas y divertía a los caballeros menos formales. Su presencia no pasaba desapercibida.
En contraste, Lord Bonathan Delacroix, heredero de una de las casas más antiguas del condado, observaba todo desde una distancia estudiada. Nunca era el primero en hablar, ni el último en retirarse. Tenía una reputación intachable, y con ella un silencio que muchos confundían con desprecio. Pero sus ojos hablaban más de lo que permitía su boca.
Aún no se conocían. No realmente.
Aún no sabían que el amor, como el escándalo, puede florecer incluso en los jardines mejor cuidados.
Y que, a veces, basta una mirada para iniciar una guerra contra todo lo que se espera de uno.