En la segunda mesa de la derecha del Quickie siempre había una sola taza de café negro que bebía un muchacho de ojos azules en completa soledad, hasta que un muchacho de ojos verdes que recorría el mundo en su Mustang buscando un hogar, se sentó frente a él y pidió una taza de café negro también, y desde ese día, el chico de ojos azules jamás volvió a sentarse solo en la segunda mesa de la derecha, y jamás volvió a haber solo una taza de café negro en esa mesa, por qué ese café era mágico, y el café negro que había juntado al verde y al azul, merecía ser recordado por siempre.