En una ciudad del sur de España, había un caballero muy rico, riquísimo, que vivía rodeado de todos los lujos y comodidades de lo que uno se pueda imaginar. Sus negocios le permitían disfrutar un montón de caprichos, como una casa rodeada de jardines y sirvientes que le hacían reverencias a todas horas. Poseía caballos, valiosas obras de arte y su mesa siempre estaba repleta de manjares y frutas exóticas venida de los lugares mas lejanos del mundo. De todas las posesiones que tenía, había una por la que se sentía especial cariño: una mona muy simpática que un amigo le había traído de África. Como era un hombre soltero y no tenía ocupaciones importantes, se dedicaba a cuidarla y jugar todo el día con ella. La tenía tan consentida que la sentaba con él en la mesa, le desenredaba el pelo con un peine de marfil, y la dejaba dormir junto a la chimenea sobre cojines de seda ¡Ni la mismísima reina vivía mejor! Por si esto fuera poco, la monita era bastante presumida, así que el amo a menudo le regalaba moños, broches y todo tipo de adornos para que la monita se sintiera la más guapa del mundo.