-Nos reunimos aquí para memorar la partida de una gran mujer, comprometida a su familia y amigos, quienes aquí presentes, la mantendrán en su recuerdo hasta el final de nuestros días.
El hombre parado frente al ataúd de madera barnizada, recitaba aquellas palabras que intentaban consolar a los invitados del funeral.
Todos vestían sus ropas negras, acompañados en su mayoría por ramos de flores que dejaban simultáneamente junto a la fallecida.
Una pequeña niña se acercaba junto a su padre. Sus delgadas piernas se elevaron al pararse de puntillas y posar sus manos en aquel marco que dejaba ver el rostro de Ana Millet.
Pero no se equivoquen. Esta no es la historia en donde la pequeña niña continua su vida llena de amargura después de la muerte de su madre, ni la de un padre alcohólico desahuciado por la partida de su mujer.
Si, esa mujer, Ana, es mi madre, o lo fue nueve años antes. Ese hombre no era mi padre. Y no, yo tampoco era la niña que lloriqueba a sus muchos seis años.
Yo estaba en el funeral, parada junto a los demás invitados, al fondo, viendo en silencio a la familia por la que fui reemplazada hace tanto tiempo.
Pero, como todo tiene un comienzo, ¿Por qué no se los cuento?
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