Mi nombre es Sophia Morgan, tengo 16 años y nunca conocí a mis padres. Dicen que eran personas decentes, que me amaban, pero murieron repentinamente. Nadie sabe la razón exacta, o tal vez no quieren decirme.
Desde los cuatro años crecí con mi familia adoptiva, aunque ellos nunca supieron aceptarme, no me hablaban, no me amaban. Solo me veían como un beneficio financiero que sufría pérdidas cuando me daban ataques de ansiedad, pero aún así no les importaba. Muchas veces creí escuchar que eran producidas por el cansancio extremo, pero dudaba sobre ello, solo yo conocía la verdad. No podía decirles que querían matarme, que veía fantasmas, no me creerían y me encerrarían en un sanatorio mental.
Sabía que lo que estaba viendo no era real, no podía serlo, al menos no quería que lo fuera.
Soñaba con noches frías en otoño, caminando descalza por el bosque, sin rumbo fijo, sin destino ni hora de llegada. Sentía que ese lugar era mi hogar, mi cárcel eterna.
Pero a la vez estaba en paz.
Me encontraba atrapada en ese espacio tridimensional, casi paralelo, bordeando la realidad y la fantasía. Donde no sentía el aire que llegaba a mis pulmones, no tenía alma, solo veía tumbas, neblina y oscuridad, pero siempre estaba esa luz al final del camino que sabía muy bien lo que debía hacer.
Casi como si estuviera caminando entre muertos y Dios se debatiera con ellos porque me quería en el cielo.
Todos ellos me hablaban, gritaban que era especial. Decían que mi muerte era un error, aunque no les creía, no les creo, ni les quise creer.
Solo buscaba ser una chica normal, sin pesadillas o realidades absurdas, no quería estar muerta.
Daría todo lo que ya no tengo por volver a ser Sophia Morgan una vez más y que mi muerte no signifique una estadística más, entre el cielo y el infierno.