-¡Bruja!- Grito. Grito, fuerte y claro.
Grito en el salón. Estaba vacío, el eco hacía su voz más potente.
Grito frente a él, frente a ella.
-¿Y si lo soy? ¿Acaso piensas que ahora puedes cambiarlo?- Conteste firme, desafiante. -Diecisiete años tuviste para cambiarlo y jamás quisiste ver la realidad.-
-Te condenaran a la muerte.- Estaba furioso, se notaba en su mirada. Sus ojos penetraban cada centímetro de mi cuerpo. Hablaba entre dientes.
En ese momento estaba segura de que si abría sus labios, todo el odio saldría de su cuerpo.
-Por los lobos, quemada, ahogada, muerta a tus manos, en las de él, si ella se atreve a clavarme una daga, ¿Tal vez prefieren envenenarme? no me importa. Todo lo que soy ahora no fue más que tu culpa, soy el producto de tus acciones y decisiones.- Abofeteó mi rostro.
El gran salón estaba en silencio y el golpe retumbó en cada pared.
Realmente no dolió. Ya nada dolía.
Ni él, ni sus palabras. Ni ella y su gran panza muerta. Ni mi hermano y su rostro de dolor.
Samantha Rivera y María Victoria Arellano.
No tenían muchas cosas en común, sus edades eran distintas, sus maneras de caminar no coincidían y mucho menos la estatura. Nunca pensaban igual, tenían ideas muy diferentes y actitudes contrarias. María Victoria era dueña de si misma, Samantha era una chica insegura. Sus manos parecían ser hechas como piezas exactas para encajar una con otra, con los dedos entrelazados y mirando a la misma dirección.
Samantha era su pequeña.
Está historia no me pertenece, todos los derechos a su autor original.