Basil Hallward había terminado el retrato. El joven Dorian, al verlo, no pudo más que desear, desde su frívola inocencia, que fuera su imagen la que envejeciera y se corrompiera con el paso de los años mientras él permanecía intacto. Y así fue: a partir de entonces, Dorian Gray conservó no solo la lozanía y a hermosura propias de la juventud, sino la pureza de los inocentes. Pero ¿a qué costo? Cuando se publicó El retrato de Dorian Gray, la crítica moralizante no dejó de acusar a su protagonista de ser una figura satánica, corrompida y corruptora, sin comprender que era el héroe de una novela que reflejaba la fatalidad de los románticos. Oscar Wilde (1854-1900) había querido hacer de la belleza un refinamiento de la inteligencia, y para ello sumió a su protagonista, Dorian Gray, en una atmósfera de perversión dominada por el arte y los poderes de un misterio que está más allá de la realidad: gracias a los dioses, el culto a la belleza puede trasladar las huellas del paso del tiempo a un cuadro, mientras el rostro de Dorian Gray permanece inalterado e inalterable.