Nadie nunca olvida a su primer amor y Abraham, por supuesto, no sería la excepción. Ella y él no eran el uno para el otro. Sus manos no estaban hechas para calentarse y su mundo dejó de ser suyo cuando ella se fue. Desde entonces su vida iba al compás del viento y las voces que amaba, dejaron de ser apacibles. Las noches se volvieron una lucha interrumpible contra sus deseos oscuros, pero él ya lo sabía. Sabía que el dolor no duraría para siempre y así fue como escribió la última carta. Para ella. Para todos los que hablaban sin saber. Para sí mismo.