El suave viento de primavera sacudía ligeramente las hojas, en todo el suelo del vecindario se generaba un pequeño colchón con el follaje que caía de los árboles. Ella levantó su mirada al cielo y vio como de a poco comenzaban a aparecer las estrellas. Había perdido la cuenta de cuanto tiempo llevaba sentada en la misma posición, de hecho tenía las piernas entumecidas pero no podía moverse. No quería hacerlo. Sentía que su mundo estaba a punto de derrumbarse, o mejor dicho, su mundo se había derrumbado esa misma mañana. Tenía los ojos ligeramente hinchados y colorados a causa de las lágrimas que contenía desde hace unas cuantas horas. Debía mostrarse fuerte, ella era el sostén de todo, su pequeña familia dependía de que ella se mostrara fuerte. No podía permitirse llorar, ni mucho menos hundirse a sí misma en un pozo depresivo. Nadie la sacaría de allí.
Un ruido a sus espaldas la hizo voltear, su corazón comenzó a latir rápidamente al encontrarse con aquellos ojos verde mar que ella tanto amaba. Sus miradas se encontraron y al igual que la primera vez que lo vio, sintió sus piernas temblar. Detrás de él estaba parada una niña de unos seis años. Jane. La hermana de la muchacha. ¿Cómo podía mirarla a los ojos sin quebrarse?
La pequeña iba abrazada a su manta color rojo. Muy rara vez se despegaba de ella, para ir a la escuela o en ocasión necesarias, pero por algún extraño motivo aquella niña no podía despegarse de ella.
Amy cerró los ojos con fuerza y se mordió el labio inferior. Un pequeño espasmo recorrió su cuerpo, seguido de un mar de lágrimas. Jane no podía estar enferma, su pequeña hermana Janie, no podía tener leucemia.