La tierna crudeza de sus labios rotos se mezclaba con los ojos perdidos. Tan humana por la tarde con la piel cansada, y tan santa cuando el sol rozaba sus mejillas. No tenía casa ni carruaje allá en su tierra, o vecinos que pudieran recibirla. Su tristeza incomprendida era tan bella... forastera que observaba sin ser vista. Su cabello azul y sus manos rojas su pecho un candado de oro. Sus vestidos sucios, su canto de hielo, sus pisadas suaves sobre las hojas. Abandonada a su suerte por un extranjero, en los años de besos torcidos. No podía reclamar en total potestad, lo que efímero llegó y voló el mismo día. Ahora se alimenta de la lluvia que rodea su morada de papel. Extranjeros desconocen su refugio, los vecinos han cambiado los cerrojos y los cuerdos no la pueden ver.