El niño corrió por el extenso y oscuro pasillo como si su vida dependiera de ello. Tratando de escapar de lo que él pensó que era último bastión de esperanza que le quedaba. Había recibido el golpe de gracia en el peor momento posible y de la persona menos esperada. Y se creía ingrato e ingenuo por sentirse así, pero a veces las personas que más amamos son las que más nos pueden lastimar. Las lágrimas nublaban su vista y su cuerpo temblaba por la angustia contenida. Casi por inercia se internó en la terrible tormenta que había abandonado hacía tan solo unos minutos. Cuando su vida aún tenía un rumbo, cuando aún tenía un alma que salvar. Porque todo su mundo se había reducido a cenizas en un segundo y ahora solo quedaban fragmentos de lo que alguna vez fue una persona. Atravesó las calles de la ciudad que una vez había considerado su hogar tratando de alcanzar el único lugar que aun significaba algo para él: su refugio. Llego a la plaza principal conteniendo los espasmos que cada vez eran más violentos. Corrió hasta su árbol favorito y lo subió en un estado hipnótico. No podía pensar en nada, solo quería escapar de su dolor y de todas las personas del mundo. Ahora estaba solo. Trepó por las ramas sin importar la fiereza del agua y el viento golpeando contra su cuerpo. Años de experiencia lo respaldaban, pero cuando estaba por llegar a la parte más alta, una de las ramas se quebró. Desesperado, trató de sujetarse de la siguiente, pero esta corrió el mismo destino de la anterior y entonces cayó. Resignado a que tal vez su mejor opción era el final, se dejó llevar por su desesperanza y de repente, negro.
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