A Oscar siempre les gustaron las catedrales. La de su ciudad era tan alta, que al mirarla desde su pequeña estatura, tenía que torcer el cuello de tal forma que le costaba no marearse. Lo que más temía era que sus pies se despegasen de la tierra y la Catedral le arrastrara con ella hasta los cielos. Aun así, un espíritu aventurero le llevaba cada tarde hasta la Plaza Mayor. No podía evitar sentir un cosquilleo en las tripas cada vez que lo hacía. Aquello, durante un tiempo, se convirtió en una costumbre. Era la única estrategia que encontró para llevar a cabo lo que de ninguna manera un chico de nueve años sería capaz de realizar sin un firme entrenamiento.