La soledad me punzaba el corazón. El agua que bebía, incluso el aire que respiraba, venían cargados de largas agujas de punta afilada. Las esquinas de las páginas del libro que sostenía en la mano me amenazaban con un destello blanco como filos de una navaja de afeitar. A las cuatro de la madrugada, cuando todo estaba en silencio, podía oír cómo crecían las raíces de mi soledad.