Nunca supimos que vivíamos en una distopía . A decir verdad, todos aquellos actos cometidos a través de los tiempos contra los animales, todas aquellas aberraciones perpetradas desde la más fuerte convicción de empoderamiento como raza primitiva y débil ante el resto de vida, no eran más que el fruto ansiado de una suerte de venganza tan antigua como el propio universo. Como si la propia existencia del hombre se hubiese concebido, más como un acto de burla, que como el colofón creativo de un dios. Miles de años de lamentos y saña, de abandono y miedo, de risas y chillidos, se fueron congregando en renglones torcidos de silentes letanías repetidas y contestadas en recatados lugares, cada cual en su lengua.
La Hora de la Carne ha llegado, y en la mesa los comensales ya no serían aquellas felices familias que elaboran sus deliciosas barbacoas de jardín. Es la hora del resarcimiento, de la matanza, de la degollina, del sufrimiento del hombre, y de sus hijos, y de los hijos de sus hijos.
Los templos, se llenarán de fieles postrados ante altares implorando una misericordia que deja de tener sentido. La vida, se limpia de toxinas, y se purga masticando hierbas extrañas para vomitarse al hombre de sus entrañas.
Verraco, está allí, en mitad de toda esta locura. Ni siquiera sabe dónde están sus límites, ni ve el fin en los límites de los demás. Se dedica a mantenerse vivo un día más, y a buscar esas respuestas que nadie sabe darle, y que probablemente hasta el mismo conozca. Verraco, termina siendo ese ser monstruoso que todos llevamos dentro cuando las situaciones nos superan. Acompañarle en su historia, es dar un paseo por el paisaje desgarrador, cruel y triste que conforman las miserias y bajezas del ser humano.