Era el voto.
Y la manera de los labios al moverse.
Cautiva en el capcioso aliento contrastando conspicuo al viento. Basculando abulia la indulgente sofisma de la nequicia placentera. Hipnotizable hasta la mínima compostura deseosa. De reojo. El instante corrosivo desistió impoluto el tráfago de los dedos alrededor del pecho. Lento. Con antelación de la lóbrega mirada facinerosa atrapara, sin piedad, aplastando el pecho. Dando a servir lo que era.
Y anheló adulterar un jadeo. Y que suene como un panegírico. Como un siervo arrodillarse.
"La veleidad era férrea. Necesitabas tú compasión..."
"No hables."
Clamó. El ruego sonando tan egregio. Tan caótico. Maldiciendo la oración entre su rezo.
El piso austero ladró pernicioso, en tal momento de la suela del calzado rubí unir contra el pedernal. Dirigiéndose desde luego hacia él. Los dedos cargando el humo del puro.
"La pureza que solía sentir la devoción cuando te ceñía en la oscuridad..."
"Se perdió."
Silencio. Abrumador, agobiante. Se situó entre ellos.
Hundiéndose a fracasar, a quebrarse, arruinarse el propio corazón. Prefirió sentirlo. Virulento fue. Añicos. Las palabras encarcelaron los labios. Y el martirio comulgó distintas citas devastadas.
"Me até."
Murmuró él, cerca de su rostro, cercano a su boca, empuñando el habla hacia dentro. Y sonrió la tortura entonces, presagió el pecho enfurecerse.
Aprehender una pasión brusca entre un jadeo peticionario. Detuvo en seco su voz. Entradas del alma partiendo a cantarle, y a deplorarle el salvajismo. Vileza que se arrastra a su carne.
Sin preparación la expresión ahogada continuando perpetua. Por dentro, el fuego ardiendo, llorando, ahogándose.
"Quién ha sido la dueña del infierno que clavó Mi Señora en mí..."
"Date cuenta a qué abandonaste, porque no voy a recibir tu misericordia."