Las semanas que siguieron a la masacre fueron marcadas con interminables testimonios, la policía y los investigadores luchando por hacerse cargo de las cosas que volvieron loco a Johan: finalmente el furor se calmó y los psicólogos dejaron de clamar por entrevistas, y todo lo que quedaba era ella y su Hermano, pálido y frágil con lo que parecían cientos de cables saliendo de él, respirando a través de un tubo en un ventilador y sin abrir los ojos.