ELLOS están ahí.
A través de los paneles de madera agrietados, allí donde las telarañas abundan en rincones que brindan espacio en un agujero reducido hacia la oscuridad, están ELLOS. A veces el hedor emana de sus cuerpos y traspasa las finas capas de pintura oscura, llenando del vomitivo olor a putrefacción el lugar. Los más atrevidos, asoman sus brazos y resquebrajan aún más las paredes, sólo para sentir la calidez de las luces de aceite, el candil que les brinda placer antes de sucumbir al ennegrecer.
No son agresivos, por lo menos no los más activos. Los que se empeñan en salir decoloran el suelo con un líquido viscoso, incoloro, que desprende un hedor repulsivo.
Nunca había habido problemas, ELLOS se contentaban con el apoyo del pábilo de las velas, pero cuando las temperaturas luchan por bajar y no quedan satisfechos con su porción merecida, se enfurecen.
Cada vez están más cerca, anoche creí que una de las pinturas de la sala principal había extendido su brazo hacia mí.