El día que la mitad de la ciudad se intoxicó con el escape del gas lisérgico, yo estaba re contra fumada en casa. Me había servido un vino en una copa, y me disponía a entrar a Instagram a ver historias, cuando afuera escuché a un hombre gritando que una turba de choriplaneros lo estaba queriendo asesinar. Salí por la ventana con el celular, decidida a captar eso en una historia digna de varios likes y respuestas, pero el tipo había desaparecido doblando la esquina. Me prendí otro porro, mientras miraba por la ventana. Entonces un viejo desnudo se paró en la esquina, gritando que le habían robado todo. Me dio cierta ternura y pena a la vez verlo ahí, pálido y arrugado, como una pasa de uva, con el frío que estaba haciendo. La pija le sobresalía apenas como un bultito entre los pelos de la ingle. "Todo se robaron, todo", siguió gritando y me sentí un poco culpable por no ayudarlo. Entonces me llamó Justina: -Boluda, estoy en lo de mamá, ¿escuchaste lo del gas? -me dijo. Asumí que se refería a la factura del gas que descansaba hacía un mes arriba de la mesa, y que era el motivo por el cuál yo había hecho doble turno y laburado como 12 horas por día. -Sí, ya te dije que la voy a ir a pagar la semana que viene, me da paja ir al Rapipago ahora, hay demasiada fila. Se escuchó un ruido raro del otro lado. Yo quería evitar el tema, así que hablé de otra cosa: -Escúchame nena, ¿vamos a salir hoy? Vayamos a comer un pancho al menos, quiero salir-- -¡No nena! NO SALGAS -dijo-. La gente se volvió loca, ¡ESTÁN TODOS DEL OJET--- Hubo un bip, y el celular se apagó: me había quedado sin batería.
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