La vida es dura, te quita todo hasta que la escuchas reír maquiavélicamente en tu cabeza, disfrutando de tu dolor.
La vida es injusta, difícil, cruel y vacía… lo es cuando una oscuridad te cubre de pies a cabeza expandiéndose a todo cuanto mundo exista, cuando te encuentras en una noche eterna donde ni siquiera puedes consolarte con la tenue luz de las estrellas o el brillo de la luna en el cielo, una noche que te nubla, te paraliza, te deja inútil, indefenso y a la deriva, siguiendo sólo los dictados de tu destino. Si las cosas deben pasar… pasarán. Aquí estoy yo, de pie esperando el impacto.
E ingenuamente anhelando algo, cualquier cosa que me ayudara a continuar, algo que tardaría en llegar o bien, podría no llegar jamás. Pero esperando… siempre esperando.
— ¡¡Justin!! ¡Ven aquí! —gritó mi madre cuando yo intentaba
escabullirme por la puerta delantera.
El ruido de la estructura de mi coche quebrándose por el choque aún resonaba en mis oídos cuando me vi dando tumbos, deslizándome y con las ruedas chillando contra el asfalto, era inútil tratar de domar al coche… era inminente. Cuando fui consciente de lo que tenía enfrente, ya era demasiado tarde.
— Justin… —, empezó el médico y lo escuché más cerca de lo que imaginé —. Te tienes que quedar unos días más para ver tu evolución. Ha sido un golpe duro y los estudios dicen que has sufrido un traumatismo importante en el lóbulo occipital del cerebro.
Incluso con mi escaso año de Medicina supe de inmediato qué era lo que pasaba.
Me sentí impotente y las lágrimas de ira se escurrieron por mis inexpresivos ojos.
Ciego. ¡Estaba ciego, maldita sea!