Uno contempla las llamas del fuego, aprecia su candor y el calor que este emana, nos envuelve de manera incompresible, uno admira al fuego y sus llamas danzantes en un baile sin fin, anhela tocarlas y danzar un dulce vals con ellas, tomarlas entre sus manos y colocarlas a la altura de nuestro pecho con tal de que sientan el retumbar de nuestro corazón.
Anhelamos, ansiamos su tacto por qué en la sombras nos hemos quedado y por esa poderosa necesidad de fundirnos en él es que acabamos quemandonos, ardiendo eternamente en las brasas del incandescente fuego que ilumina nuestras vacías miradas, por qué nunca hemos nacido con ello. La dicha del dolor que el fuego provoca se nos ha sido arrebatada, condenados a vagar eternamente por un desierto, un mar de recuerdos, cada uno más escabrosos que el anterior, las memorias de un pasado perdido navegan a la deriva fuera de nuestro alcance, lo único que es persistente es el deseo de aquel cuerpo etéreo que tanto mal nos hace, que tanto daño ha causado su esplendorosa belleza, pero aún así lo deseamos, más que a nuestras propias vidas.
Por qué la luz que emiten las llamas es más cálida y verdadera que cualquiera.