No se muere de haber nacido, ni de haber vivido, ni de vejez. Simplemente se muere de algo. Saber que mi madre a su corta edad ya estaba condenada a un fin próximo, no atenuó su horrible sorpresa. Dentro de ella, un cáncer, se había apoderado de la parte más valiosa del ser humano, este se había impregnado en el cerebro, negándose rotundamente a salir de ahí. Es algo tan brutal e imprevisto como un motor que se detiene en aire. Mi madre siempre alentaba al optimismo cuando rota y moribunda, afirmaba el precio infinito de cada instante. Lo que no sabía es que con su paso desgarraba el telón tranquilizador de la superficialidad humana. Ahora sólo la veía en el cielo, entre las millones de estrellas del cielo nocturno.
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