A través de algunos relatos de la historia nos percatamos de que morir en Occidente nunca fue fácil. En la primera mitad de la Edad Media se había establecido un ritual de la muerte basado en elementos antiguos y que contaba de los siguientes pasos: Comenzaba con el presentimiento de que el tiempo se acababa (¿presentirá el hombre del siglo XXI la llegada de la muerte?). Entonces el enfermo se acostaba y yacía sobre el lecho rodeado de sus familiares, amigos y vecinos. La actitud del moribundo en esta liturgia pública de su muerte incluía el pedido de perdón y reparación por los errores que había cometido y la encomienda a Dios de los sobrevivientes. Parece que en esa época era natural que el hombre sintiera la proximidad de la muerte; rara vez ésta sobrevenía de manera repentina. Y si el principal interesado no era el primero en percatarse de su destino, le correspondía a otro advertírselo en lugar de ocultárselo. Un documento pontificio de la Edad Media indicaba que era obligación del médico informar al moribundo, tal como ocurre en la cabecera de Don Quijote: [El] tomóle el pulso, y no le contentó mucho, y dijo que, por sí o por no, atendiese a la salud de su alma, porque la del cuerpo corría peligro. En aquella época, las costumbres cristianas sugerirían que el moribundo estuviese acostado sobre la espalda para que su cara mirase al cielo; los judíos, en cambio, debían hacerlo mirando a la pared, según las descripciones del Antiguo Testamento. Todavía en el siglo XVI, la Inquisición española reconocía en esa señal a los marranos mal convertidos. Esta familiaridad con la muerte implicaba una concepción colectiva del destino, una aceptación del orden de la naturaleza según las grandes leyes de la especie. Varios siglos después, Arthur Schopenhauer retomó esta aceptación de la muerte con un enfoque más drástico en su clásica sentencia expuesta en su Metafísica de la Muerte: Exigir la inmortalidad del individuo es querer pe
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