Todos creían que no se habían equivocado. La hoguera empezaba a consumir los primeros dedos de sus pies, pero apenas gritaba. Murmuraba, susurraba, temblaba. Pero no se quejaba. Raramente lográbamos oír nada que proviniese de su boca.
Lentamente y con calma, como si estuviera disfrutando de la situación, se acercó hacia mí el Cardenal Lavoie. El viejo hombre, de aspecto austero, con varias arrugas que surcaban su frente, posó sus ojos azules profundos en mí.
-Arde como si se tratara de una bruja, ¿lo ves?-Se giró hacia el fuego tras ahogar su áspera y amarga voz en un comentario oscuro, para poder divisar con mayor claridad aquella escena.
No pude asentir ni responderle. No sintiendo lo que estaba sintiendo. No oliendo el hedor que estaba inundando las calles de Barteaux. El olor a muerte. A persona quemada por hereje, por demoníaco. Noté la mirada en mi nuca de varios de mis compañeros de la abadía. Ellos también sabían lo que estaba ocurriendo. Sabían por qué Le Ménard había sido juzgado. Así que tragué fuerte y contuve todo aquello que, más tarde, me atrevería a escribir sobre las hojas de este diario.