Adela de Rengifo se quejaba frecuentemente de que a ella le habían tocado las peores calamidades de la vida: enviudar a los veinticinco años, ser pobre y verse obligada a trabajar para mantenerse con un poco de dignidad, tener un hijito enfermizo, es decir, no enfermizo precisamente, sino más bien encelenque, de esos niños que duermen el doble que los niños normales...