El reloj de la mesilla marcaba las cuatro de la madrugada. Había perdido la noción del tiempo de nuevo. O, quizás, el tiempo le había perdido a él. Concretamente, en aquella fría noche de otoño en la que ella había atravesado las puertas de aquella maldita mansión y cruzado su mirada transparente con la opacada propia.