Sígueme. No tengas miedo. Entremos juntos en el laberinto, perdámonos, deja que te guíe por callejones sin salida, doblando en las mismas esquinas hacia caminos contradictorios, haciendo caso omiso de las voces sintéticas que nos llaman desde guaridas invisibles, voces de tus amigos, tus jefes, tus actores preferidos y aquellos con los que fantaseas cuando se apagan las luces. Te enseñaré a leer las marcas que dejé hace años, siglos, cuando, todavía ingenua, acababa de dejar atrás una carrera de la que ya empezaba a olvidarme, cuatro años como un suspiro que pasé intentando acostumbrarme al flash cegador de las primeras fiestas, partidas de cartas a media mañana y castillos de copas vacías justo antes de algún examen. Luego, como si acabara de despertar de una pesadilla, o me adentrara en una, me vi sentada en una mesa de oficina, cubículo propio, becaria en una gran corporación donde escribía fake news en redes sociales sobre los más diversos temas, según soplara el viento. Pero una noche cualquiera, volviendo de la asociación feminista que servía de tapadera al más selecto club cannábico de Barcelona, soñando con la comodidad del sofá de mi pisito en Gracia, manta y un par de copas de vino blanco, perdida en historias de Instagram, recibí un like en una cuenta de la que ya apenas me acordaba, la de Frenesí. Yo y mis cuentas, el siguiente tramo del laberinto, todas las bifurcaciones de las mías y de las que me instruían para crear; algunas, elaborados perfiles para mediar o malmeter en tejemanejes políticos, otras burdas fantasías sexuales herencia de una turbulenta adolescencia. Frenesí era ambas. Siguieron los likes. Y con un mensaje, todo se empezó a complicar. Quizá te preguntes quién soy. Deberías seguir leyendo, entenderías que eso ya no significa nada, un nombre, un apellido, una foto. Ven, abre los ojos y sígueme por este laberinto. Al final, cuando lleguemos al centro, quizá seas tú quien pulse el botón.
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