Emilio yacía al borde de la desesperación, quería gritar, llorar, golpear algo, quería hacer tantas cosas, pero el descontrolado temblor de su cuerpo solo le permitió quedarse quieto; Sintió que esta vez terminaría hundiéndose en la locura de una crisis, pero entonces...
Cuando se sintió desfallecer, el llanto del menor lo despertó; Cuando pensó que no lo lograría, el tibio tacto sobre su pecho lo hizo reaccionar.
Lentamente bajó la mirada, encontrándose con unos suaves rizos que le hicieron cosquillas en la nariz, que le recordaron que no estaba solo, que aún tenía que mantener la compostura para cuidar al frágil niño que lloraba contra su pecho.
Poco a poco sus sentidos empezaron a volver. Ese suave olor que hace unos minutos lo incitó a todo, esta vez comenzó a calmarlo, le permitió controlar su mórbido temblar y su respirar errático.
No supo de dónde sacó la fuerza para vencer su cuerpo paralizado y lentamente alzar sus manos. Sin reserva alguna, anhelando el calor ajeno -ese que le estaba haciendo tanto bien- envolvió aquella delgada cintura por debajo de la gabardina, dándole la bienvenida a una suave piel que reconfortó su dolido corazón.
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