PRÓLOGO.
El último rayo de luz de la tarde se ocultó tras la montaña más lejana del reino de Eäril.
El rey Theldril iba de lado a lado del pasillo, nervioso, porque los sanadores más sabios de todos los reinos colindantes, vaticinaron que Riwen, su esposa, iba a tener una hija aquella misma noche.
-¿Cómo está? -le preguntaba a cada persona que salía de la habitación.
-Majestad, permanezca tranquilo -una de las sirvientas le dio un pequeño trapo húmedo. Entonces un lloriqueo de bebé se oyó al otro lado de la puerta.
Una de las personas que había dentro salió, luciendo una sonrisa. El hombre tenía la barba y el cabello grisáceo. Iba vestido con una túnica blanca larga, que rozaba las baldosas del suelo.
Este abrió la puerta con una sonrisa en la cara. Sus manos tenían un tono rojizo, seguramente debido a la sangre del parto.
-¿Puedo pasar, Belior? ¿Necesitan que vuelva después? ¿O es que ocurre algo malo?
-No, no, Theldril -su cabeza se inclinó levemente-. Adelante, está despierta.
En ese justo momento, esquivó al anciano y entró. Alzó la vista hasta cruzarse con la mirada cansada de Riwen. Sus ojos verde esmeralda estaban un poco apagados.
-Cariño, ¿Te encuentras bien? -acarició su frente, que estaba llena de perlas de sudor. Una sonrisa recorrió los labios de ella. De entre sus brazos, apareció acurrucado un bebé de piel blanca y cabellos cortos pelirrojos.
-¿Quieres cogerla? -con la mano que no tenia ocupada, acercó a la niña a su padre.
-Es igual que tú, cariño. Tus mismos ojos, tu mismo pelo y... -las comparaciones seguían infinitamente, elogiando la belleza de su esposa.
-Y tu nariz -sonrió.
-¿Qué nombre le pondremos, Riwen? ¿Has pensando en alguno? -acunó a su hija entre sus fornidos brazos y esta respondió alzando su manita hacia mejilla de su padre.
-Me gusta Elwën -el bebé, como sabiendo que hablaban de ella, esbozó una pequeña sonrisa
Bell descubrirá algunos engaños de sus seres querido
Por un estraño deseó viaja entre mundos para hacerce más fuerte y poder volver a Orario y ser el último héroe
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