Había una vez un Dios Sol y una Diosa Luna que se encontraban cada noche a la hora del crepúsculo. En el atardecer, el Dios Sol, quien debía iluminar la cara opuesta del planeta Tierra, daba paso a la bella Diosa Luna, encargada de velar por los sueños de aquellos humanos que dormían en la oscuridad de la noche. Era la Diosa la procuradora de reflejar los haces de luz procedentes del Dios Sol, para que aquellos seres nocturnos que necesitasen un faro, allá a lo lejos, se guiasen sin contrariedades. El uno y el otro se encontraban inmersos, desde la edad antigua, en una tradición que los ataba a una rutina arcaica de la que querían escapar.