La bisabuela se mecía con el compás de las ráfagas sobre los pastizales y el ruido apagado del mimbre de la mecedora que crujía en el cuarto vecino fue el primer sonido que reconoció entre todo el bullicio que la rodeaba, tal vez porque le recordaba el crujir constante del mecanismo materno que acababa de abandonar, ese sonido de marejada, de temporal, de lluvias deslizándose entre capas de aire.
La bisabuela se mecía con los ojos fijos en un punto indefinido situado entre ella y la pared de la sala, un punto donde tal vez estaban ocurriendo cosas que sólo eran perceptibles para ella, esa mirada malévola que asoma a los ojos de algunos viejos a los que el odio acumulado a lo largo de la vida, hecho de todas las frustraciones y las iras impotentes, se les desboca en las últimas miradas, apresurado por salir a flote antes que sea demasiado tarde, y muera, junto con las demás cosas que mueren con la muerte.
Pero Margarita no precisó del tiempo para forjar su odio.
Nació con él, desde su más remota memoria la enemistad de los alados lagartos latía en sus venas...