Escir y Helvorn estaban en guerra. El capitán Bastián siempre había sabido cuál era su deber. Servir a su país, Helvorn, con todas sus fuerzas y su corazón, eliminar la amenaza del norte y proteger a su gente de sus ataques. Pero cuando en una de sus misiones encontró a un soldado escirio herido y lo hizo su prisionero... dudó. Era su deber ser duro. Era su deber hacerlo confesar, sin importar sus métodos. Y aun así, aquel soldado enemigo no parecía un monstruo. Solo un mocoso. Un mocoso, eso sí, con los ojos grises más bonitos que había visto en toda su vida.