Sexo, alcohol, drogas, fiestas descontroladas y poca noción de la realidad. Eso era lo que veía que cada vez que me disponía a empezar una serie de adolescentes. Como chica de dieciséis años, no me sentía para nada identificada con lo que los productores intentaban expresar. Sería una lastima que alguien les dijera que nosotros, los jóvenes, no vivíamos así. La adolescencia era una etapa de drama, aprendizaje, intensidad, preocupaciones, experiencias, reconocimiento, sueños, ilusiones y desilusiones. Podías pasar de un estado de felicidad plena a uno de horror en cuestión de segundos. Pero nadie de la pantalla grande o chica te planteaba tales subidas y bajadas. Nadie se ponía a escribir sobre mí, por ejemplo. Aunque si me lo ponía a pensar, la serie de mi vida sería así: Arlene Bullock, una estudiante de secundaria trata de mantenerse viva día a día para que su gato Esponja no se sienta triste. Vive bajo los sueños frustrados de su madre y las expectativas de su padre. Sueña con ser actriz aunque seguramente terminará siendo medica o arquitecta. No es popular ni reconocida en su escuela, es una sombra que se mueve junto con sus dos sombras que ella llama amigas. Saca buenas notas, le va bien en los deportes y tiene un futuro prometedor. Pero le va pésimo en el amor, el chico que le gusta jamás la ha registrado a pesar de sus múltiples intentos por acercarse a él. Ya sabe que su destino es morir sola con veinte felinos de todos colores y razas. ¿Ven? Una serie sobre mí aburría a cualquiera. La realidad aburría. Aunque de la simpleza de la cotidianeidad surgían cosas interesantes y sorprendentes. No hacía falta ser alocado para tener dramatismo en tu vida.