Iba con tiempo de sobra caminando bajo la arboleda, buscando la sombra que la protegía del sol. El punzón en su esternón no se apaciguaba, ya llevaba dos días así, dos noches en penumbra casi sin poder dormir. Ellos la perseguían. Con las sábanas cubriendo hasta su último cabello, se acurrucó sintiendo sus latidos en su pecho. Ellos estaban al acecho, pendiente de sus movimientos, de sus pensamientos y emociones, de cada músculo que se movía en su cuerpo y de su respiración entrecortada. Apretó con fuerza sus ojos, le escocían los susurros que se avecinaban sin vehemencia. Comenzó a sudar, su pecho se perló, y su mirada estaba desorbitada; ¡¿Hacia dónde correr?! ¡La seguían a cualquier lugar! Las canas, arrugas, las manos densas y callosas, las palabras afiladas e invencibles, lo irrompible del aire. Le dolía la respiración, le dolía el tumulto y la carrera. Estaban ahí junto a ella, ya era hora y no podía evitarlo. El semblante le temblaba, la mandíbula crujía y sus puños se rompían. Estaban ahí al lado de ella. Estaban ahí sobre ella. Estaban dentro de ella. ¡Un gran sobresalto! El timbre había sonado. Se levantó del sofá y lavó su cara antes de atender al llamado. El punzón en su esternón seguía intacto, la ofuscación estaba presente.
1 part