Sus ojos eran castaños. No del color de la madera desgastada ni del café que tomas todas las mañanas, no. Era un castaño diferente, más otoñal. Ese castaño que se vuelve avellana al recibir la luz del sol. Un castaño acogedor, tanto que te invitaba a abrazarlo, a entibiarte con su calor. Sus ojos eran castaños, tal y como el cabello despeinado que enmarcaba su rostro y lo volvía una obra digna de admirar. Y que combinaba con los hoyuelos de sus mejillas de alguna forma. Hoy lo he recordado. Y de entre todos nuestros momentos, he vuelto a aquel antes de besarlo, cuando lo único en lo que podía pensar era el castaño de sus ojos.
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