Érase una vez el mundo, nuestro mundo. Una tierra hermosa que corría demasiado, tanto como para preocupar al propio Kairos, el dios del tiempo. Desde su palacio de relojes, veía cómo las manecillas se volvían locas, giraban cada vez más rápido. Los relojes más grandes hacían las veces de las naciones, los más pequeños las de cada ser humano. Aunque era el dios del tiempo, no sabía qué hacer y estaba cada vez más preocupado por el destino de la humanidad. Entonces decidió ir a buscar a Gea, la diosa creadora de la Tierra y de todos los elementos. Cuando llegó a su espléndida morada, dentro de un enorme roble secular, se sorprendió. Gea yacía inconsciente en su trono, hecho de ramas, hiedra y rosas. Asustado, Kairos corrió hacia ella y la sacudió diciéndole: "¡Gea, despierta! ¡Por favor respóndeme! " La Madre Tierra ardía por el calor que desprendía, tenía una fiebre muy alta. Ante las palabras de su amigo, abrió los ojos ligeramente y estornudó. Tantas gotas cayeron sobre la Tierra como rocío, pero no fue un presagio de nada bueno.