Había hace tiempo atrás un lugar en especial que conocí por casualidad, pero que comenzé a frecuentar con constancia, en mis recuerdos siempre se mantenía bajo una liviana cortina de lluvía que caía en la colorida ciudad de New York. Ese ambiente siempre estaba rodeado de música clásica, tan agradable que podía decir que fácilmente charlaba de manera seductora con tu audición en una pacífica melodía del antiguo y sofisticado jazz. Era ese paraje que envuelto en sus encantos se podía admirar desde otra perspectiva bastante singular, y es que si no lo vieras bien, pareciera casi mágico cómo con el simple hecho de tener una taza humeante de café frente a ti, el aire toma un rumbo distinto que se sujeta en esa sensación cálida y reconfortante que alberga tu pecho y que se fortalece aún más cuando entré tus manos yace un libro con una historia bastante agradable. Ese santuario de paz no era más que un simple café. Era ese pequeño local dónde podías respirar un poco de oxígeno limpio, pedir una bebida oscura de tu preferencia, desviar tus preocupaciones mientras charlas con una vieja amiga, o donde bien puedes sumergirte en un libro o incluso guardar el secreto de un romance apasionado... O quizás, guardar otras clases de secretos.