Una pobre viuda vivía en una pequeña choza solitaria, tenía un jardín con dos rosales: uno, de rosas blancas, y el otro, de rosas encarnadas. La mujer tenía dos hijitas que se parecían a los dos rosales, y se llamaban Estela y flor. Eran tan buenas y piadosas, tan hacendosas y diligentes, que no se hallarían otras iguales en todo el mundo; sólo que Estela era más apacible y dulce que su hermana. A flor le gustaba correr y saltar por campos y prados, buscar flores y cazar pajarillos, mientras Estela prefería estar en casa, al lado de su madre, ayudándola en sus quehaceres o leyendo en voz alta cuando no había otra ocupación a que atender.